Arrastrados


-¡Libertad!- gritaron espantados desde el fondo del laberinto. No acontecen semejantes sucesos con total ingenuidad. Años antes le pidieron al cochero su guía para entrar en la cueva. Fueron enviados al abuelo pero había enmudecido desde la muerte de la abuela mientras leía el periódico. Insistieron en buscar un profundo conocedor de aquella cueva para bajar y encontrar el manantial. Caminaron tarde, asegurando la bendición de la negra Mamita, conociendo no obstante su rechazo. ¿Ese miedo? Un miedo tumultuario retenido en todos; no por permanecer en la cueva, sino por ignorar como salir ¿Cómo podrían? La salida era visible y entre tanta oscuridad la luz penetra sin miedo; pero todos insistían:

-¿Cómo vamos a salir? ¡Que estupidez!-. Rabiaron cuando Fernando, el tío con cara de asno proclamó:-¡Esa cueva es horrorosa, si entras no encuentras otra vez la luz!-. Imbécil, a pesar de todos los malos augurios, preocupaciones y profecías aparentemente inflamadas, convencieron a muchos. Aglomerados por el trillo, transitaron hacia el laberinto; una cueva honda y húmeda que no permitía la entrada del sol. Bajar no fue fácil. En ese instante Fabián cuestionó el mutismo del lugar; demasiado silencio, ¿quién los socorrería si necesitaban ayuda? Cuando gritaran nadie escucharía. Fabricio oportunamente palmoteó, como de costumbre, y con su arenga habitual calmó a toda aquella gente justo a la entrada de la cueva. Aplaudieron introduciéndose en el hueco apretado que dio espacio para todos. Contra más avanzaban empeoraba la sensación de asfixia. Ninguno se preguntó: ¿porque bajar a la cueva? Absorbidos por la euforia caminaron hacia ella y penetraron con velocidad. Petunio cerca del oído del Otro indicaba la bajada, según el, era experto en bajar cuevas; por eso identificaba claramente el camino. Resultaba preocupante entre aquella multitud los enemigos de siempre; caminaban vigilantes pero siguiendo al resto hacia el destino final. ¡¿Para que embarretinarse en semejante acontecimiento?! En la entrada la mayoría no titubeo. Habían caminado muy poco cuando se interpuso el primer túnel. Alguien permaneció asombrado. -¡Yo no sigo!- susurro después de varios segundos. Dio unos pasos atrás separándose. -¡Vete!- gritó alguien, el resto eufóricos, vociferaron también. -¡Que se vaya, que se vaya! ¡Fuera!- El tipo caminó lento retornando hacia la claridad, no sin antes soportar unos cuantos manotazos y empujones. Atemorizados en medio de los aplausos y la gozadera arrolladora uno a uno se dispuso atravesar el túnel. Arrastrándose comenzaron a desplazarse por aquel hueco, lucía extenso y les provocaba una sensación tenebrosa. No parecía existir final. Iniciaban así los cuestionamientos de quienes a ritmo de conga ya estaban dentro. -¡Esto es una locura!- El suelo comenzó a temblar; parecía no sostenerlos. ¡Nos vamos a hundir! ¿Y si no hay salida? -¡Nadie sabe adonde va esto!- ¡Cállense cojone!- Gritó uno de los inventores de la travesía subterránea. Muchos callaron aunque no podían evitar el eco de quienes no pararon de gritar.- ¡Petunio ejecuta!- . Pararon los murmullos pero no los protestantes. De pronto sin nadie esperarlo Petunio y unos pocos arremetieron contra los que no obedecían. Una masacre sucedió en aquel hueco estrecho. Solo gritaron los mismos, ocurrió una carnicería espantosa; la muerte posó en aquel espacio. Durante esta escena algunas de las posibles victimas recurrieron a cualquier intento para evadir los cuchillazos. Algunos callaron, otros simularon quietud pareciendo que nunca habían gritado; varios escaparon inventando mil maromas, escabulléndose entre aquel montón de gente muerta, herida o aún viva. Fueron apuñalados sin piedad. Petunio y los suyos ensangrentados; otros salpicados permanecieron quietos y aterrorizados ante aquellos asesinatos. Todos en definitiva embarrados de sangre. Permanecieron expectantes, realizando una pausa en la trayectoria. Al recobrar el aliento, los asesinos con solo moverse atemorizaban a los demás que rápido y arrastrándose otra vez continuaron la travesía. Sus cuerpos estaban magullados, las caras perdieron la alegría inicial reflejando angustia; rostros amoscados en aquella agonía demencial. Los muertos fueron abandonados en el camino, pero exceptuando a los victimarios, los demás se quedaron con algún recuerdo que intercambiaban para venerarlos clandestinamente. Aquello parecía no acabar nunca; mientras más suponían avanzar peor se ponía el camino; más intransitable resultaba el trillo inadecuado para seres humanos. Pasó mucho tiempo, más del esperado. Nadie se percató que Petunio y quién le había dado la orden de apuñalar con un descaro promisorio, habían sellado poco a poco las ranuras que de lejos permitían divisar la claridad. Ninguno se percató, solo Petunio, el Otro y los suyos, pero estaban dando vueltas en círculo. Perdieron la noción; impedidos de calcular cuanto tiempo llevaban arrastrándose aunque el Otro, Petunio y los suyos aseguraban estar al final del camino y exigían no amilanarse. Perturbados por la mugre, el hambre y la sed, sin olvidar los muertos; ni el horror que sentían después de la masacre; también estaban cubiertos de estiércol; llenos de mierda, su propia mierda por todas partes. No habían comido y la fatiga era visible; dos o tres aplaudían a los jefes como jauría obediente. Aumentando el esfuerzo Petunio, el Otro y los suyos, les ordenaron limpiar aquel túnel convertido en cloaca, y así barrer los gusanos. Una nueva idea surgía en los jefes: sabían que provocaban asco comiendo tanta mierda, entonces determinaron alimentarse de los gusanos. Aunque primero se nutrirían ellos y solo cuando estuvieran repletos distribuirían lo demás. Iniciaba el nuevo paso: se nutrirían gracias a los gusanos. Los jefes quienes habían ordenado exterminarlos, a pesar de no confesarlo le temían; pero una vez en la boca lo olvidaban. Tendrían asegurado el alimento y aunque su propia mierda lógicamente procrearía más gusanos al menos no sufrirían hambre. Nadie intentó contradecirlos, al fin de cuentas esto haría aún más fuerte y robustos a los gusanos. Debía suceder con orden; los no jefes se aflojaban rápido, pues no eran iluminados, elegidos, ni sabios. Petunio, el Otro y los suyos acordaron vigilar la plebe, era peligroso que sin control estuviesen demasiado tiempo en contacto libre con su fuente de alimentación: los gusanos. Recordaban los mitos. ¿Quién aseguraba que no se convirtieran en alguna especie que pudiera devorar a los jefes? Increíblemente sin detener la búsqueda del manantial, empeñados en negar la salida, los jefes engordaron y muchos de los otros lograron subsistir; pero como no alcanzaba pues la glotonería de los jefes impedía alimentar a todos ; a la mayoría no le quedó otra solución que seguir comiendo mierda, en particular la de los jefes. La fragilidad del piso era inmensa, por tal razón los jefes decidieron ir detrás; si en algún momento se producía un hundimiento les daría tiempo para salvarse. Decidieron arrastrarse con precaución. Los murmullos surgían nuevamente y los jefes daban golpes; se las ingeniaban para taponarles la boca a los que insistían. Esta vez los susurros eran generalizados, no podían arrasar con todos. Uno de esos arranques demenciales provocó el caos. Los jefes tratando de intimidar para evitar los murmullos armaron tanto alboroto que sin darse cuenta, aún pasando por encima de los cuerpos, atropellándolos y repartiendo golpes sobre sus cabezas; fueron rodando lentamente, casi imperceptible pero rodaron; lento, de vez en cuando con mayor velocidad, pero precipitados. Las victimas se sacudían sin que los jefes lo notaran. Algunos sin ellos mismos percibirlos, se movían y ese movimiento hacia rodar a sus verdugos tan concentrados en controlar y vigilar los murmullos que no percibían su descenso. Caían hacia el barranco creado por ellos mismos. Al empeñarse en no encontrar la claridad, el tránsito sobre las piedras las desgastó formándose una gran obertura. Los jefes terminaron agarrados unos de otros al borde del precipicio y a su vez se sostenían de quienes golpearon salvajemente. Sin embargo no suplicaban; continuaban ordenando arrastrarse y ser salvados por los que fueron sus propias victimas. ¿Estar al borde de caer les había provocado amnesia? Parecían ciegos. Anonadadas estaban las víctimas, observando como aspiraban hundirlos junto ellos. Uno que aguantaba a otro para que no fuese a caer pues los jefes se agarraban del; observó una luz tenue y se acercó para verificar si lo que veía era cierto. Los jefes se removían como bestias enojadas lanzando piedras, golpes, tratando de morderlos. Pretendían evitar el encuentro con lo que ellos ya habían visto. La luz estaba ahí; arriba del mismo precipicio por donde los jefes estaban a punto de caer. Si es cierto el refrán de que por su propio peso caerán, entonces caerían sin remedio.- ¡Ahí esta la luz!- No prestaron atención. -¡Coño ahí esta la luz!- Juntos alzaron la frente y gatearon hacia el borde. ¡Ahí estaba la luz! Auxiliándose mutuamente, codo con codo; apretados, mano con mano, respiraban mejor y sonreían prefiriendo la cautela. Parecía incierto. Llegaron a la cima, asomaron sus cabezas, treparon juntos; el último después de salir se acostó. Alcanzaron la luz, pero los otros detuvieron la gritería y el baile. El que se encontraba tirado en el suelo, observando la calma repentina se levantó preguntando porque se detenían.- ¡No puede ser!- Allí estaba encima del hueco, en la superficie, sobre la cueva, el manantial por el que se arrastraron.

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